jueves, 9 de octubre de 2008

Carlos Ruiz Zafón


Biografía

Carlos Ruiz Zafón es uno de los autores más leídos y reconocidos en todo el mundo. Inicia su carrera literaria en 1993 con El Príncipe de la Niebla (Premio Edebé), a la que siguen El Palacio de la Medianoche, Las Luces de Septiembre (reunidos en el volumen La Trilogía de la Niebla) y Marina. En 2001 se publica su primera novela para adultos, La Sombra del Viento, que pronto se transforma en un fenómeno literario internacional. Con El Juego del Ángel (2008) vuelve al universo del Cementerio de los Libros Olvidados. Sus obras han sido traducidas a más de cuarenta lenguas y han conquistado numerosos premios y millones de lectores en los cinco continentes.

Obras

Narrativa





Fragmento:

"La sombra del viento"
El Cementerio de los Libros Olvidados
Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el
Cementerio de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y
caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de
vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre
líquido.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni
a tu amigo Tomás. A nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como una sombra
por la vida.
—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella puedes
contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi madre. La
enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el
día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz
para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un
espejismo, un silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre
y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El
piso estaba situado justo encima de la librería especializada en ediciones de coleccionista y
libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado que mi padre confiaba en que
algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en páginas
que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a
conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las
incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día...
No podía oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella
casa y yo, con la fe de los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos,
creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces,
mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho
como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió
azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.
—No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá —murmuré
sin aliento.
Mi padre me abrazó con fuerza.
—No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que no existían. Aquélla fue la
primera vez en que me di cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla
y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar
la tibia luz del alba.
—Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo —dijo.
—¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
—Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas 􀀀—insinuó mi padre blandiendo una
sonrisa enigmática que probablemente había tomado prestada de algún tomo de Alejandro
Dumas.
Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos al portal. Las
farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la
ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco
del Teatro nos aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de
bruma azul. Seguí a mi padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle,
hasta que el reluz de la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La claridad del amanecer se
filtraba desde balcones y cornisas en soplos de luz sesgada que no llegaban a rozar el suelo.
Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada ennegrecido por el
tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver abandonado
de un palacio, o un museo de ecos y sombras.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A
nadie.
Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su
mirada aguileña se posó en mí, impenetrable.
—Buenos días, Isaac. Éste es mi hijo Daniel —anunció mi padre—. Pronto cumplirá
once años, y algún día él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo
cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería de frescos
poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de
aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica basílica de
tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un
laberinto de corredores y estanterías repletas de libros 􀀀ascendía desde la base hasta la
cúspide, dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que
dejaban adivinar una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre,
boquiabierto. Él me sonrió, guiñándome el ojo.
—Daniel, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados.
Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de
figuras. Algunas de ellas se volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de
diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de viejo. A mis ojos de diez años,
aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de alquimistas conspirando a
espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me habló
con esa voz leve de las promesas y las confidencias.
—Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene
alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con
él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus
páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo
por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie
sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me
dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando
un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos
aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros
que se han perdido en el tiempo, viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos
de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los
compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el
mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder
guardar este secreto?
Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada. Asentí y mi
padre sonrió.
—¿Y sabes lo mejor? —preguntó.
Negué en silencio.
—La costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene que escoger un
libro, el que prefiera, y adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre
permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy
es tu turno.
Por espacio de casi media hora deambulé entre los entresijos de aquel laberinto que olía
a papel viejo, a polvo y a magia. Dejé que mi mano rozase las avenidas de lomos expuestos,
tentando mi elección. Atisbé, entre los títulos desdibujados por el tiempo, palabras en
lenguas que reconocía y decenas de otras que era incapaz de catalogar. Recorrí pasillos y
galerías en espiral pobladas por cientos, miles de tomos que parecían saber más acerca de
mí que yo de ellos. Al poco, me asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno de
aquellos libros se abría un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquellos
muros, el mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol y seriales de radio, satisfecho con
ver hasta allí donde alcanza su ombligo y poco más. Quizá fue aquel pensamiento, quizá el
azar o su pariente de gala, el destino, pero en aquel mismo instante supe que ya había
elegido el libro que iba a adoptar. O quizá debiera decir el libro que me iba a adoptar a mí.
Se asomaba tímidamente en el extremo de una estantería, encuadernado en piel de color
vino y susurrando su título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la cúpula
desde lo alto. Me acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de los dedos, leyendo
en silencio(...)

Pagina de interes sobre Carlos Ruiz Zafón:

http://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Ruiz_Zaf%C3%B3n

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